Hace milenios nuestros ancestros eran nómadas; recolectaban y cazaban lo que tenían a mano en cada momento y se iban desplazando conforme sus necesidades. En algún punto de la historia se dieron cuenta que dentro de las plantas que consumían había algo que hacía que creciera otra planta de nuevo, las semillas, y comenzaron a plantarlas. Esto requería cuidados y de paciencia, mucha paciencia, puesto que los resultados no se veían hasta pasado unos meses. Así empezaron a pensar en el futuro, a establecerse en lugares, a hacer construcciones que duraran más de una estación y a depender de las cosechas para la supervivencia.
Históricamente, las malas cosechas han traído muchos periodos de hambruna. Un hongo, las plagas o la sequía podían arruinar la cosecha del año. Las hambrunas del siglo XVIII mataron a más de diez millones de personas en la India; en China, en el siglo XIX murieron unos cien millones de habitantes; en Irlanda, Rusia, Etiopia, Ruanda, el Sahel… Desde que se tienen registros, en algún lugar de la Tierra las personas mueren de hambre.
Mendel y los guisantes
Los agricultores sabían que si seleccionaban las semillas de las plantas que habían crecido más grandes, fuertes, resistentes o con más grano para la cosecha siguiente, era probable que la siguiente generación tuviera parecidas características, esto es la selección artificial.
En el siglo XVIII, el fraile agustino Gregor Mendel quería acabar con las hambrunas y se propuso investigar con método científico cuáles eran las posibilidades de que una semilla obtuviera las características de la planta de la que provenía. Plantó miles de plantas de guisantes, analizó y anotó cuidadosamente sus características: el color, la altura, el tamaño de las vainas, las flores… Cruzando guisantes amarillos y verdes descubrió que siempre se obtenían guisantes amarillos, llamó al amarillo cualidad dominante (aún no se sabía qué eran los genes), sin embargo, en la siguiente generación, uno de cada cuatro guisantes era verde, a esta le llamó cualidad recesiva. Creó una fórmula que predecía cuándo iban a salir los guisantes verdes o amarillos. Así, con sus estudios, formuló las llamadas Leyes de Mendel, que dieron origen la genética.
Vavilov y el banco de semillas
Después de un tiempo olivado, William Bateson redescubrió los trabajos de Mendel a principios del siglo XX y el ruso Nikolái Vavilov, en una visita a Baterson, también comenzó a sentir interés por esos estudios. En 1919 Rusia era el mayor exportador de grano del mundo a pesar que sus métodos estaban anticuados, Vavilov se propuso modernizar la agricultura mediante la genética con la intención de que no se volviera a pasar hambre. Su hipótesis era que si lograba encontrar los especímenes vivos más antiguos de las plantas que comemos, podría descodificar sus frases, el lenguaje de la vida, para descubrir cómo ha cambiado con el tiempo y así crear nuevos mensajes y el cultivo de plantas más resistentes al frío, las sequías, las enfermedades y los hongos. Recorrió el mundo recogiendo semillas, viajó por lugares inexplorados, adquirió fama de aventurero y temerario. Al final llevó más de 250 000 variedades de semillas a lo que entonces era Leningrado, donde estaba su estudio y su equipo, y comenzó a clasificar y catalogar cada semilla. Crearon el primer banco de semillas del mundo.
Tristemente, Vavilov y todo su equipo murieron de hambre. En 1940 Vavilov fue encarcelado por ser contrario a las ideas de Trofim Lysenko, un científico protegido de Stalin, consideraban a la genética una “seudociencia burguesa”, aún era una ciencia demasiado nueva como para que todos la aceptaran.
El resto del equipo de Vavilov murió también por no tener qué comer durante el asedio de las tropas alemanas a Leningrado, no tocaron las semillas que habían almacenado, ¿de qué sirvió su sacrificio? Seguramente mucho de lo que comemos ahora proviene de esas semillas. Los alemanes sí que valoraron toda esa información, uno de los oficiales de las SS era también experto en genética vegetal, y trasladaron las muestras al castillo de Lannach.
Actualmente el Instituto de Industria Vegetal de San Petersburgo lleva el nombre de Vavilov y aún mantiene una importante colección de material genético.