Por norma general, se dice que un suelo es salino si su composición muestra un exceso de sales solubles. Esta circunstancia puede tener efectos negativos sobre las plantas ya que la salinidad dificulta la capacidad de absorción de agua por parte de estas y, como consecuencia, afecta a su correcto desarrollo. De esta manera, la corrección del excesivo nivel de sal en los suelos agrícolas se presenta como una necesidad básica para cualquier cultivo que tenga voluntad de supervivencia.
Características de los suelos salinos
Al igual que es difícil encontrar dos suelos completamente iguales, los niveles de tolerancia hacia la salinidad varían en función de las circunstancias y características de las plantas. No obstante, puede afirmarse que existen factores clave que afectan a todos los casos y que tienen que ver con la riqueza de la materia orgánica de los suelos, así como con sus niveles de humedad. Tanto unos como otros determinarán en última instancia la capacidad del suelo para disolver las sales y, en consecuencia, asegurar una buena nutrición de las plantas.
Por norma general, un suelo salino puede tener consecuencias negativas en una plantación. En primer lugar, la salinidad puede hacer que las plantas tengan que realizar un esfuerzo superior para absorber agua y obtener de esta manera los nutrientes que necesitan de ella. También existen factores que tienen que ver con la fitotoxicidad ya que la sal contiene elementos como el cloro o el sodio que son perjudiciales para las plantas. Los iones de la sal, además, presentan ciertas incompatibilidades con determinados nutrientes que el suelo necesita. Esto quiere decir que una presencia elevada de determinado elemento puede hacer que la absorción de otro sea imposible. Por ejemplo, la absorción de nitrógeno o potasio puede verse comprometida si el suelo contiene demasiados iones salinos.
Medidas para corregir la salinidad
Existen ciertas medidas que pueden tomarse para hacer frente a un suelo excesivamente salino. Entre las principales, pueden encontrarse las siguientes.
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Realizar riegos de lavado previos a la siembra. Esta medida está destinada a aportar una cantidad extra de agua que aumente la humedad del suelo y favorezca así la disolución de sales.
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Analizar el agua que se vaya a emplear para asegurarse de que esta tenga la mejor calidad posible.
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Asegurar un buen drenaje en el suelo. Para ello es necesario conocer bien las características de los diferentes tipos de suelo, pues cada uno de ellos drena el agua de manera diferente; la capacidad y modo de absorción de un suelo arenoso es completamente diferente a la de un suelo arcilloso, por poner un ejemplo.
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Añadir extractos vegetales que puedan contribuir a aportar nutrientes y regular los niveles de salinidad del suelo.
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En caso de suelos excesivamente salinos, aplicar con prudencia determinados abonos minerales que puedan contener elementos como cloruro de potasio, urea, nitrato amónico o sulfato amónico, todos ellos tendentes a potenciar la salinidad del suelo.
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Conocer la cantidad de agua que requiere cada cultivo y, partiendo de ella, saber cómo modificar la dosis y frecuencia del riego para aumentar la disolución de las sales. La cantidad de agua que puede necesitar un cultivo estará determinada por factores como las condiciones del suelo, las fases de crecimiento de las plantas o los intervalos de riego que vayan a aplicarse.
Los suelos con un exceso de salinidad pueden ser un freno para el desarrollo de los cultivos. Por suerte, esta condición puede corregirse de manera sencilla.
Imagen central de Martin Heigman